Nací en Madrid un 10 de septiembre de 1980 en el seno de una familia humilde. Mi padre, que en gloria esté, trabajaba de autónomo haciendo reformas y mi madre era (y es) ama de casa. Ellos eran el núcleo de una familia estructurada con dos hijos (yo soy el pequeño), de las de antes, de esas que hoy parecen estar en peligro de extinción y cuya estabilidad escondía un montón de sombras (imagino que como sucede en todas) y que conllevaba grandes dosis de espíritu de sacrificio, de valores y también, por qué no decirlo, de callejones sin salida.
Me licencié en Historia del Arte en el año 2005, un año después de haber sido diagnosticado de Leucemia Mieloide Crónica y tras haber sufrido de una catarsis existencial que me llevó entre otras cosas a no verle el sentido a ir a clase (sólo me quedaba un cuatrimestre para terminar la carrera). «Total, ¿para qué?». Pues para todo, aprendí. Tenía 23 años. Fue mi gran amigo Juan quien me llevó a presentarme a los exámenes y mis compañeros los que me facilitaron los apuntes. Total, que entre punciones, biopsias y pastillas (gracias al milagro que fue el Imatinib pude llevar una vida bastante normal dadas las circunstancias y sin tener un tratamiento más agresivo de quimio), me sacudí el bofetón y conseguí sacar todas adelante menos Historia del Cine, la cual tuve que aprobar al año siguiente. Complicado eso de tener solo una asignatura suelta en un año, incomoda para todo.
Para entonces ya sabía que no iba a trabajar de nada relacionado con mi preciosa carrera, no me veía en ninguno de los papeles que propone, aunque sí que me proporcionó un montón de herramientas educativas y culturales que me abrieron otras puertas más adelante. Una licenciatura siempre tiene valor.
También por entonces hablaba con mi mujer, primero por el chat de la empresa Terra (del Pleistoceno suena esto) en donde la conocí y luego por Messenger. Yo madrileño y ella cordobesa. Da igual, hay almas que no importa cuán lejos estén, en cuanto conectan lo iluminan todo. En esas salas pasábamos horas y horas charlando, cociendo a fuego lento. Las fotos tardaron en llegar a pesar de mi insistencia (las cosas no eran como hoy, Internet no era como hoy), y, por fin, tras un par de años charlando como «amigos», un fin de semana, y aun a sabiendas de mi enfermedad (qué valiente fue), quedamos para vernos en Córdoba. «En cuanto te vea te besaré» le decía, y ella se lo tomaba a guasa. Sin embargo, yo lo tenía claro, aunque me temblaran las piernas mientras subía la rampa mecánica de la estación de Córdoba. Allí fue que la vi y mi corazón se lanzó en estampida, dejé mi equipaje, la levanté del suelo con un fuerte abrazo y la besé. Se detuvo la vida alrededor y durante unos instantes fuimos el centro de todo el Universo.
Los viajes Madrid-Córdoba se hicieron recurrentes, y prácticamente todos los hostales y rincones de la ciudad conocidos; Córdoba me estaba calando como lluvia fina. Alquilé una habitación en un piso muy cerquita de la plaza de las Tendillas, pues salía más barato que estar de hostales, nos permitía poder comer y cenar sin gastar y tener alojamiento en cualquier época, fuera temporada alta o baja. Quién me iba a decir que más adelante esa habitación se convertiría en mi hogar y mi oficina, ya que, después de que Carmen intentara encontrar trabajo en Madrid y temiendo que la relación se rompiera me lancé a dar el paso. Para conseguirlo tendría que dejar mi aburrido trabajo fijo y con proyección en la empresa de servicios de instalación de TPV en la que trabajaba, pero podría conseguir dinero haciendo dibujos para tiendas de tatuajes y editoriales, y, además, también tenía conocimientos de diseño gráfico y experiencia como auxiliar administrativo, así que, ¿por qué no? Después de la idea vino la euforia, luego la locura del salto al vacío por amor y la incredulidad y las manos a la cabeza de mis padres, pues después de la decisión llegó la confirmación: «Papá, mamá, me voy a Córdoba con Carmen. Lo tengo decidido, ya lo he comunicado en la empresa y en 15 días me voy. Me haré empresario». Lo que siguió os lo podéis imaginar y se podría haber acompañado del Carmina Burana de Orff.
Cuántos pajaritos en la cabeza venían asociados a lo de «me haré empresario» lo descubriría a base de palos y mucho mucho trabajo y sacrificio. Pero si un millón de veces tuviera que dar el paso, ni una sola de ellas me arrepentiría. La Felicidad siempre hace esquina con la calle Valentía y yo la doblé en el momento exacto y de la mano de la persona perfecta. Andar por esta estrecha vía está siendo la aventura más increíble de mi vida y el comienzo de esa travesía, como no podía ser de otra forma, lo hice dibujando.
Empecé haciendo láminas para tiendas de tatuajes y coloreables o recortables para editoriales infantiles; luego hadas y brujas para revistas de punto de cruz e ilustraciones para cuentos infantiles que irían destinadas a pequeños libritos de venta en «chinos», kioscos y grandes superficies. La siguiente escala la hice en la Editorial Bohodón, que fue la primera en pedirme trabajos de ilustración editorial para sus portadas. También sería con la que publiqué mi primera novela, El vástago de la muerte. Una experiencia que cambiaría mi forma de ver el mundo editorial y mi destino laboral, pues tras publicar con ellos decidí crear la mía propia: El Salto Editorial. Un proyecto también lleno de pajaritos e ignorancia de un sector tan complicado como difícil de abordar (y más con el modelo de negocio que planteé), pero toda esa ilusión me llevó a hacer cursos de corrección, a aprender a maquetar y a gestionar Amazon. Lo hacía yo todo, siempre lo he hecho todo, siempre por mi cuenta, lo que conlleva infinidad de golpes que se podrían haber evitado, pero que cuando caminas sin guía se convierten en inevitables. (Bueno, esto no es del todo cierto, porque mi mujer me ayudaba con la corrección ortotipográfica, además de evitando que mis pajaritos volaran más alto de lo recomendable).
Pasaba el tiempo y la editorial no generaba el mínimo suficiente como para poder ayudar en casa, así que decidí dejarla en stand by y buscarme la vida haciendo lo mismo, pero para otros sellos. Esa fue la primera piedra de CaryCar Servicios Editoriales, una marca que ha trabajado para más de veinte empresas del sector realizando servicios de preproducción de todo tipo. Y hoy continuamos con ello, dándoles lo que puedan necesitar desde la recepción del original hasta el envío a imprenta, y todo aprendido sin que nadie me enseñara, a base de buscar cursos y tutoriales en Internet, a base de prueba y error, a base de trabajo, trabajo, trabajo y tiempo, tiempo y más tiempo.
Carmen y yo no lo hemos tenido fácil, pero aprendimos a gestionar bien y sobre todo a ahorrar cuando podíamos en lugar de gastarnos los extras. Una filosofía que nos ha salvado de la catástrofe en múltiples ocasiones y que ha hecho que siempre hayamos vivido razonablemente bien, incluso en los momentos más complicados y sin tener que pedir dinero a nadie. No importa que nos hayamos perdido muchas cosas, siempre fue una cuestión de prioridades. Y cuánto orgullo hay cuando miras atrás y ves todo lo que has conseguido a base de ese esfuerzo y sacrificio, a base de aprender a ilusionarte con los detalles más mundanos, a disfrutar con lo que tienes y crear tus momentos mágicos sin que lo material se convierta en una barrera. Porque nunca es el qué, el cuánto o el dónde, siempre es el quién lo que te hace feliz.
Pasado un tiempo tuve la espinita de sacar adelante mi editorial, así que la volví a poner en marcha con un modelo de autoedición que ha sufrido varias modificaciones en busca de la fórmula que funcione sin tener que invertir nada, todo a base de trabajo y conocimientos, en parte porque aprendí que si puedo hacerlo sin gastar un céntimo o con una mínima inversión siempre será la opción más segura para el equilibrio económico de mi familia. Y seguía intentándolo cuando llegó la pandemia, sin embargo, el trabajo paró de repente, el ritmo de pedidos de CaryCar cayó en picado y en la editorial no conseguía escritores. Gracias al cielo y a que Carmen es una jabata conseguimos continuar adelante. Ella trabaja en una perfumería que pertenece a una empresa de alimentación y le dieron la opción de continuar como cajera mientras la perfumería estuviera cerrada, y allí que estuvo al pie del cañón, aguantando las neurosis de papel higiénico y distancia de seguridad de la gente, parapetada tras una visera de acetato que de poco servía, unos guantes y mucho gel hidroalcohólico. Quién nos iba a decir que lo peor estaba por llegar y que no tendría nada que ver con la pandemia.
Tras las vacunaciones se relajó todo, pero en la primavera de 2022 empecé a tener problemas, primero de llagas, luego digestivos, la comida no me caía bien y empecé a adelgazar mucho (14 kilos perdí en un mes). Tres veces fui a urgencias del hospital Quirón de Córdoba, al principio pensaban que podría ser una bacteria, pero en la tercera de las visitas a Urgencias el doctor se percató de que mi hemoglobina estaba cayendo de forma progresiva, así que optaron por hacer un frotis de mi sangre y ahí saltó la liebre, tenía blastos, me tenían que ingresar y de allí pasar al hospital Reina Sofía para que me hicieran más pruebas. No hacía falta que me dijeran mucho más para que me imaginara lo que se avecinaba: la leucemia había vuelto. Varias pruebas más tarde y después de numerosas hipótesis (unas mejores, otras bastante más catastrofistas) por fin dieron con una mutación en mi ADN que les dio la respuesta: Leucemia Mieloblástica Aguda. Tocaba cavar trincheras, tocaba vestirse de valentía, tocaba ir a la guerra. No daré detalles de lo que vino, sólo diré que en la más absoluta de las miserias también se puede ser feliz, que la risa no es un bien negociable y que tengo una mujer que siempre se mantuvo firme y a mi lado, dándome amor y fuerza para seguir adelante, sin miedo a nada.
Ha pasado un año y medio aproximadamente desde que me dieron el alta y afortunadamente todo va muy bien, tengo mis revisiones y me cuido, pero hago una vida prácticamente normal. Así que no puedo tener más que infinitas palabras de gratitud para el equipo de Hematología del hospital Reina Sofía de Córdoba: Josefina (la jefa de planta), Clara y Belén (doctoras), Sofía (con su infinita ternura y profesionalidad) y todos los médicos, enfermeros, auxiliares, celadores, limpiadoras y demás maravillosos profesionales. Gracias por cuidarme.
Y en esas continúo, VIVIENDO, buscando escritores y editoriales que quieran apostar por mis servicios. Escribiendo (como ha sido la publicación de mi segundo libro, Por qué no me convertí en un escritor de éxito, que busca volcar las enseñanzas que he atesorado en el sector del libro durante todos estos años, tanto desde el punto de vista del escritor, como desde el punto de vista de la editorial. Dando consejos e intentando que los que se lanzan ahora tengan más información de la que tuve yo en su día), trabajando y soñando, soñando metas mientras disfruto del viaje y de la aventura de vivir en el lugar más maravilloso del mundo, nuestra casa, junto a la persona más especial del Universo, mi esposa.
