A veces me descubro preguntándome si te acuerdas de mí. Es una sensación que no acaba de aposentarse del todo en ninguno de mis sentimientos, una especie de malabar de mi subconsciente, porque inmediatamente después de interrogar al reflejo distorsionado del cristal llega la incomprensión al porqué de la pregunta. Sinceramente no te recuerdo con especial cariño, sólo fuiste un polvo más en una noche de puñales por la espalda en mi acomodada familia. «Acomodada», sí, creo que esa es la manera más cercana de definirla, porque «cariñosa» no sería el adjetivo adecuado, «despiadada» le iría más, pero tampoco hay que urgar demasiado en enquistadas heridas, aunque haga tiempo que dejaran de doler. Pero no nos desviemos, te decía que, mientras me hallo aquí frente a la ventana observando cómo pierden la vida contra el cristal las gotas de lluvia, me estoy acordando de ti, y pasa por mi mente la duda de si tú harás lo mismo conmigo alguna vez. Ya sé que apenas nos dirigimos algún gruñido inconexo, que todo verbo fue eliminado por el alcohol, pero nuestros cuerpos sí hablaron, incluso daban lecciones al mundo. Aquella madrugada compusimos una obra maestra, una oda al placer, toda una argumentación detallada a favor del sexo sin amor. Qué mal me caías, coño, pero qué buena estabas. Hay que joderse. Desde luego, ahora que te recuerdo tan húmeda como la lluvia cabalgando sobre mi rabia, caigo en la cuenta de que al destino, como a mi subconsciente, le fascinan los malabares.

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Antonio de Hoyos y Vinent