Era tanta la ansiedad de tocarlo que apenas podía controlar su propia respiración. Le temblaban las manos, incrédulas, también el verbo, atenazado entre los labios; le temblaban los músculos y la piel se erizaba hipersensible. Le temblaba el presente y le temblaba el futuro, y cada ligero roce provocaba un tsunami en todo su organismo. Nunca había sentido algo así, nunca esas escandalosas ganas de sujetar un rostro para devorar su boca, ni esos estallidos en el pecho detonados por un susurro, nunca esas ganas de ser en este mundo y perderse en el Universo que escondían los iris de sus ojos. «El amor lo cambia todo», decían, y no había comprendido el significado real de esas palabras hasta aquel momento, hasta el momento en que todo en ella dejó de pertenecerle para ser de otra persona, sin reservas, a fondo perdido.
Siempre se había imaginado que el amor real iría acompañado de una noche a la luz de las velas, música ambiental, sales de baño y desayuno en la cama. Tenía la total seguridad de que el amor, si era puro, era un sentimiento idílico, la perfección de cualquier acto relacionado, y con mucho más motivo cuando se trataba del sexo. Qué equivocada estaba, toda una existencia de creencias se derrumbaron esa oscura madrugada, pues resultó que el amor no estaba en aquella pareja perfecta, en aquella noche cuidada, en aquellas flores acompañando las velas o en aquel desayuno con vistas al mar. Fue cuando sintió sus manos tiritando de deseo por tocarla, fue cuando le notó los labios conquistados por la desesperación por invadir su boca mientras le decía entre jadeos inconexos que la deseaba tanto que le dolía cuando lo comprendió. No había nada idílico en aquel beso, era sólo caos, una anarquía nerviosa de pasión incontrolable. Había tanta energía contenida en su cuerpo que amenazaba con destruirlo todo mientras buscaba la forma de controlar las manos para quitarle la ropa.
Así entendió que no había nada de contemplativo en el amor, que apenas le importaba cómo era el cuerpo que estaba acariciando, ya habría tiempo más tarde de mimar sus imperfecciones. Ella sólo quería notar el tacto febril de su piel y que ese calor le quemara. Sólo abrirle las puertas de su alma para que se perdiera en ella mientras la penetraba. Y abrazarlo, quería abrazarlo mientras lo hacían, todo el tiempo, enredando con los dedos su cabello y agarrarlo fuerte a cada espasmo hasta que la locura se desbocara y estallase el placer más exquisito y espiritual que jamás hubo imaginado, asesinando sus dogmas, torturando todo lo que le habían enseñado.
Y ante aquella revelación, agotada sobre su cuerpo desnudo, entendió que siempre había estado confundida, pues el amor no era perfección, el amor era perder la cordura.

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Antonio de Hoyos y Vinent