Cuando me dijo lo que haríamos este 4 de agosto hace ya cuatro lunas no pude más que sonreírme ante la ocurrencia y no darle la mayor importancia. Cuando un par de lunas más tarde apareció con dos carísimos disfraces de época victoriana y exquisito acabado empecé a comprender que aquella sonrisa estuvo de más. Cuando ya sólo quedaba una luna para la fecha señalada las máscaras carnavalescas de telas aterciopeladas color nazareno y bordadas con opulento hilo de oro me contaron que no había vuelta atrás. Y ahora me encontraba en el umbral de esa puerta de rústica piedra sin tallar escondida bajo el granero de un bastísimo rancho de Omaha, meditando que si ella estaba demente por pensar y perpetrar aquella locura, yo no le iba a la zaga por haberle hecho caso. Pero estoy enamorado hasta las trancas, y eso hace contestar de modo afirmativo cualquier cosa que salga de sus nada castos labios. Y tampoco merecía reproche, porque precisamente me había enamorado de esa jodida locura suya que acompañaba de oscura perversión. Además, sé con certeza que no me quiere y que soy un medio para conseguir un fin, una buena vía para el disfrute o una buena cuenta para los caprichos, vendería mi alma por esa hija de puta.
Caprichos, la puta reina de los caprichos, capaz de solicitar un crédito al banco para pagar dos jodidos disfraces de época victoriana aderezados de rimbombantes máscaras con los que jugar a las amistades peligrosas. Y estaba tan ciego por esas curvas que nunca me detuve a pensar ni indagar sobre a qué clase de lugar pretendía llevarme.
«Me prometiste que serías capaz de hacer cualquier cosa por mí», repetía una y otra vez en mantra perpetuo antes de succionar toda la savia que contiene mi alma. «Sería capaz de matar al presidente si tú me lo pides», le respondía extasiado por el clamor que generaba en mis terminaciones nerviosas sus papilas gustativas yendo de atrás adelante en acompasado suplicio para mi moral. Y allí estaba con ella, más hermosa que nunca con su peluca entalcada, sus labios violetas y su maquillaje lívido. Toda una grande de la realeza europea en tierras del Nuevo Mundo.
Nunca me dijo de dónde sacó la invitación, sólo repetía que íbamos a vivir la experiencia de nuestra vida, y que follaría como nunca había follado. Mas fue cuando apareció lady Lavoige para comerle la boca con absoluto deleite para sus sentidos y sorpresa para los míos, que entendí que aquella afirmación no conllevaba que se llevara a cabo en la intimidad, ni siquiera que fuésemos parteners del mismo negocio. También comprendí que la mujer a la que amaba, aquella que me había sacado un dineral sin sonrojo alguno para aquel fin de semana, no tenía pensamiento de compartirlo conmigo. Había sido el puto medio para conseguir el fin. No obstante, cuando lady Lavoige se acercó y besó mi mano, cuando después degustó mi lengua en danza de saliva salvaje, me di cuenta que hasta aquello le perdonaría.
—Tú serás mi hijo de puta esta noche —cantó a mi oído la morbosa anfitriona. Luego me mordió con lascivia el lóbulo mientras Dafne sonreía excitadísima ante la escena. En esa mirada cómplice entendí que ésta no era su primera vez y me pregunté cuántas veces habría hecho lo mismo con otros. No quise responderme, pues no había terminado de acariciar con su boca mi piel, cuando noté la mano de Dafne sujetando una erección apenas disimulable en aquellas malditas mallas de bailarín de ballet.
—Bienvenidos. Si han recibido la invitación es que su depravación ha sido merecedora de entrar en esta sociedad secreta. Cualquier prejuicio se queda en la entrada, si no entienden esto mejor márchense. El móvil fuera. La ropa fuera. La máscara imprescindible. Aquí sólo serán un cuerpo.
Miré incrédulo a Dafne.
—¿En serio? ¿3000 € en dos disfraces y ahora quieren que nos quedemos en bolas?
Dafne sonrió, encogió los hombros y empezó a quitarse la ropa del mismo modo que lo hacían todos los que esperaban pacientes en aquel surrealista recibidor de paja, grano, olor a res y pomposidad decimonónica.
—No teman por sus ropas las recogeremos y guardaremos con celo. Esta noche no la necesitarán.
Los dos grandes bloques pétreos comenzaron a abrirse para dejar escapar los primeros jadeos, los primeros latigazos, el denso aroma de la orgía. Lo que nunca pude imaginar era que tras esa tosquedad se encontraba una enorme sala palaciega de decoración neoclásica dando asilo a toda clase de pervertidos y cuya entrada estaba guarnecida por una fila de sirvientes perfectamente indumentados con bandejas de plata con toda clase de estupefacientes.
Dafne se acercó a uno de ellos, cogió una pequeña pajita y esnifó un par de rayas. Luego me hizo un gesto para que la acompañase y diese comienzo a mi iniciación como miembro de la sociedad secreta más pervertida del mundo.
—Ven aquí, métete un par de estas y abre la mente, hoy vas a aprender a follar.

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Antonio de Hoyos y Vinent