Lloran los ángeles cuando llueve, dicen los cursis, con su cielo gris como la soledad y el amargo silencio en las calles; es la tristeza en el mundo. Pero hay tanta sensualidad en los días de lluvia que invitan a buscar instintos altamente inflamables. No sé, quizá lo que me provocara esa sensación fuese el narcotizante sonido del agua sobre las superficies, o la embriaguez generada por un chardonnay tomado con el estómago vacío, o quizá las notas de Poet of the Blues de Willie Dixon adentrándose en mis oídos mientras observaba la quietud del mundo tras el cristal.
El caso es que así estaba yo, sentado en el poyete que hay bajo el ventanal de mi dormitorio dejándome seducir, pero no por Willie, ni por el repiqueteo tántrico del agua sobre el cristal, y mucho menos por los efectos del Chateau Suduiraut que decoraba vacío la mesita de noche. Tampoco la mezcla de todo. La realidad de lo que provocaba mi estado la tenía frente a mí, regalándome el olfato con una esencia con aroma a bergamota mezclada con hormonado olor a sexo y enfundada en una vieja camisa que robó del armario tras un repentino escalofrío. Sólo las elegidas eran capaces de coger la camisa de un hombre y convertirla en una pieza de alta costura, dejando que cayese por uno de sus hombros al tiempo que mostraba de soslayo la delicada forma de uno de sus pechos. Y así, con la naturalidad que da la suficiencia, lograba desarmarme, subiéndose sobre mí, rodeando con sus piernas mi cintura, rozándose con mis insaciables ganas, hasta conseguir que perdiera toda compostura. De esta forma, inundando mi deseo, rompió la fachada de misterio que mi afán solitario y toda una vida de sinsabores habían esculpido, tallando amenazante con su engañosa dulzura mi equilibrio, extraordinariamente delicada, arrebatadoramente seductora.
Se mantenía en silencio, lo utilizaba claramente y con destreza, y me miraba de la misma forma que se mira un trofeo conquistado en un campo de batalla, fijamente, analizándolo y debatiendo consigo misma si realmente le sería de utilidad en el futuro o si después de haberlo pensado bien lo lanzaría junto al resto de morralla inservible. E inexplicablemente, aunque tenías la certeza de que te estaba evaluando, te importaba todo una mierda, simplemente querías que hiciera con tu cuerpo lo que le viniese en gana como le viniese en gana.
Tenía desinteresadamente recogido su pelo rubio con un bolígrafo que encontró en la mesa del despacho y, con la boca levemente entreabierta, se humedecía los labios acaparando toda mi atención, despacio, plenamente consciente de mi fijación en ellos. Si hubiese retratado el momento con uno de sus infinitos selfies estaba seguro de que lo habría acompañado de un pequeño diablo sonriente antes de subirlo a sus redes sociales. Le encantaba pensarse una diablilla que comprometía sin piedad ni decencia, la manzana del jardín del Edén que tienta el apetito de los hombres. Y a mí no le costó embaucarme cuando me conoció, yo me dejé hacer, exactamente igual que en ese preciso momento en el que, hechizado por el compás de sus caderas, me arrastraba hacia la cama una vez más.
El cielo seguía gris como la soledad, la lluvia acompañaba el ritmo de The Thrill is Gone de B. B. King y mi diablilla volvía a mostrarme la manzana ante el llanto cursi de los ángeles que, desolados, miraban cómo la devoraba extasiado ante las puertas entreabiertas del infierno.

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Antonio de Hoyos y Vinent