Cuando quiso darse cuenta ya no había vuelta atrás, y eso a pesar del mundo y sus consejos apocalípticos. No obstante, ella le miraba y no sentía miedo, tampoco nada de aquello que decían que era, sólo notaba una extraña atracción que hacía que se quedara colgada de su mirada cuando se encontraban. Quizá lo normal, lo que tendría que haber sentido, era un total y absoluto rechazo. Es más, si lo analizas con frialdad, el sentido común tendría que haberla alertado del peligro, pero, por alguna extraña razón, nunca sintió lo que los otros decían que debía sentir, ni pensaba lo que el resto decía que tenía que pensar. Mas, aun así, la tribu pesa mucho cuando eres demasiado joven para gestionar sentimientos de adulto; y de aquellos polvos estos lodos.
Una vez rota la cadena de las certezas todo se convierte en dudas, y las dudas son asesinas en serie, matan lo que se encuentran a su paso. Le hicieron ver a un monstruo, cuando a lo mejor no había más monstruos que los que tenía alrededor y en su cabeza. Y en ese horror vacui en el que habían convertido su mente, decidió romper uno de los eslabones que la unía a él quitándole la palabra y ya nunca supo cómo volver a soldar esa cadena, y lo intentó, lo intentó con todas sus fuerzas, porque aquella duda impuesta llegó acompañada de vergüenza y miedo. De vergüenza por lo injusto y de miedo a perder un vínculo más fuerte que nada de lo que hubiera sentido en su vida, de ahí que se desesperara buscando fórmulas para conseguir que las palabras manaran de su boca ante él, para que aquello que un día rompió volviera a ser y que de ese fluir naciera algo, hasta emerger un todo.
Pasó de sellarle la flor de lis a descubrir que era la única gran certeza que había en su vida, pues necesitaba que su presencia fuera una constante, una ilusión de carne y hueso que sabía cómo hacer ritmos a su antojo con los timbales de su corazón, no quería que se fuera eso que le hacía sentir y ese miedo la volvió tan demente como le creía a él, hasta el punto de perseguirle al abrigo de la oscuridad de la noche, y observarle desde el coche con las luces encendidas con la intención de que su resplandor le cegara y no la pudiera ver deshaciéndose de todas sus defensas, mostrándose indefensa, lasciva… sucia. Igual que una obsesa, igual que una loca, y que en su locura le hiciera entender que no era una fantasía, que no estaba equivocado, que era ella, que siempre fue ella.
El ser humano controla las certezas, pero no sabe gestionar las incertidumbres, y ella ya sólo veía inseguridad: «Pero, cómo me voy a acercar a él después de todo lo vivido. Además, ¿y si tuvieran razón? ¿Y si estuviera equivocada? ¿Y si hago el ridículo? ¿Y si no le gusta como soy? ¿Y si el mundo se entera? ¿Y si me hace daño? Y si… Y si… Y si…».
Pasaron años entre miedos y secretos, e hicieron de sus dudas una forma de entenderse, encontrando el modo de comunicarse dentro del silencio, de un vacío que generaba un extraño equilibrio, el cual sí era una certeza, un quid pro quo lleno de matices complejos que convirtieron el mundo real en simple, a las personas en aburridas, a sus mentiras en refugios contra la mediocridad, en una huida de la anodina monotonía. Si algo tenía claro es que deseaba que la deseara, que la mirara como nadie más había hecho nunca, que intentara descifrar sus acertijos, adivinarla como un mentalista, y que la soñara, pero no como sueñan los cursis, sino con la suciedad del depravado. No quería ser para sus ojos la buena hija, la buena novia, la buena amiga o la timidez hecha carne, quería ser la fulana que le excitaba hasta extraer la parte más oscura de su psique. Y que se la comiera con los ojos, y que en su imaginación la devorara con la ansiedad de un drogadicto. Quería que imaginase cómo la recorría con sus manos como ella lo fantaseaba, con rudeza, y que la girara y pegara su cuerpo a la pared, que soltara su sujetador con un simple chasquido de dedos y le bajara las bragas sin quitarle la falda, quería convertirlo en el deseo puro que la gente demanda y casi nadie encuentra, el que te prende en llamas las entrañas y te devora la conciencia, de la misma forma abrumadora con que se come su sexo de rodillas en sus sueños, abrazando sus caderas, sin respeto ni permiso. Que bebiera de ella y luego la besara para que saboreara sus propios pecados.
Quería que fuese inclemente, que temblara de ansiedad por tenerla y la encadenara a la cama para restituir ese eslabón que rompió, y que la noche fuera de cera hirviendo sobre su piel enfriada con Moët & Chandon y luego relajada por la caricia dulce de su lengua. Quería que la observara desnuda con esa forma de mirar que hacía que agachara la cabeza, sumisa, lasciva, pervertida, y que la poseyera de tantas formas como era capaz de fantasear.
Quería tener orgasmos sólo con intuir que lo pensaba y cómo lo pensaba. Quería tener la certeza de que era suyo en el plano de lo imaginario, a pesar de que cupiese la posibilidad de que nunca fuera posible, que la realidad fuese traicionera, que la vida se tornara irónica, sarcástica o macabra, y que nunca fueran más que sueños y cenizas. Deseos sin caricias.

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Antonio de Hoyos y Vinent
Me
Encanta, excelente relato.
Muchas gracias, Marianne!! 🥰🥰