Hay dos clases de metas en el mundo: las factibles y las imposibles. La satisfacción de las primeras es efímera como la paja prendida, una vez que las consigues comienzan a perder su valor de forma lenta pero irremediable. Sin embargo, las imposibles son como las plagas de langostas, devoran todo a su paso hasta llegar al alma. Primero los sentimientos y luego la cordura, obsesionando de tal manera que no puedes pensar en otra cosa, sin importar con quién estés o lo que hagas, es un mantra continuo y condenadamente tenaz.
Aquello que sabes que te pertenece pero que no puedes coger, aquello que deseas pero que te niegan la posibilidad de saborear. Eso se encierra en la mente y la martillea, convirtiéndolo en una forma de poder en cierto modo, porque controlar la codicia ajena es manejar su voluntad. El control lo es todo, algo que ambos tenían meridianamente claro.
El juego era ese: qué estás dispuesto a darme, qué soy capaz de conseguir, de qué modo puedo obtener que tu libre albedrío deje de ser libre y me pertenezca. Él quería su mente mientras no pudiera tener su cuerpo y ella quería su deseo mientras no pudiera tener su corazón. «El resto son conejillos, yo soy caza mayor», solía decirle, si me quieres tienes que ser más, no solo una cara bonita. Y ella, sabiendo que no podría ser el más que él demandaba jugaba sus cartas con la maestría que da la suficiencia. Le mostraba lo que le encantaba admirar y dejaba en su tejado la pelota de la conquista. Hasta dónde serías capaz de llegar por tenerme, por saborear mi boca, mis senos, mi sexo. Y no importaba quiénes o cuántos pasaran por sus vidas ―no hay celos cuando entiendes que te sigue perteneciendo, que sigue el deseo de proseguir con la partida―. El juego continuaba consumiendo los días, incluso los años. El hecho de estar siempre pendientes el uno del otro, de saber que estaban ahí fuera cual fuese la circunstancia avivaba la llama de la disputa, mas sin dejar de poner cortafuegos. Ella no quería que cediese nunca de darle lo que le pedía, él no quería que ella cejase nunca de ofrecerle lo que demandaba.
Los días pasaban entre noches a ciegas, sin mostrar nada para generar ansiedad, como la del yonki al que le falta una pipa de base con la que ser algo parecido a una persona. Él buscaba la forma más discreta de follar su mente, como diría Bukowski, y ella le mostraba en la oscuridad de su canalillo el camino a la perdición. Él acariciaba su imaginación y ella sus fantasías, él la poseía en sueños y ella imaginaba que llegaba el día en que él diera el paso para convertir la ficción en realidad. Y mientras todo lo demás moría, ellos acariciarían su perfección irreal, llena de falsas expectativas y de lujuria inmor(t)al.
I can’t quit you, baby
But I’ve got to put you down for awhile
You know I can’t quit you, baby
But I’ve got to put you down for awhile.
I Can’t Quit You Baby
Otis Rush
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Antonio de Hoyos y Vinent